MEDICINA LETAL

Contenido completo del libro de Arturo Robsy "Manual de Medicina Letal". Para médicos y aficionados. Contiene una Segunda parte con los principales vocablos médicos a finales del Siglo XVII con la explicación que se daban en su época.

domingo, noviembre 27, 2005

MEDICINA LETAL 1ª PARTE (A.robsy)

Este libro puede reproducirse libremente por Internet o en copias impresas particulares. No puede usarse con fines comerciales ni ser modificado.
Dibujo de D. Jesús Flores Thies
con la ministra de Sanidad.





MEDICINA LETAL

CON MANUAL Y DICCIONARIO
Arturo Robsy
Dibujo de D. Jesús Flores Thies.
La que fue ministra de sanidad


Diccionario de Medicina Letal
©Arturo Robsy
ISBN: 84-607-8037-6
Nº de Registro: 3869903
Books on demand

Primera Parte



UNA VISIÓN PREVIA DE LA MEDICINA LETAL ANTIGUA.

Donde se demuestra que la gravísima y mortífera enfermedad del tabaquismo nos fue inducida por los preceptos de la medicina de hace medio milenio. Medicina letal, pues.

SOBRE EL TABACO Y LA INJUSTICIA.

Un español con sangre en algún lugar de su organismo, generalmente en la vena, es muy sensible a la cosa de la muerte. Siglos lleva aceptando que se le indique cómo vivir, pero que ahora no le dejan elegir cómo morir, o sea, fumando, y le cargan con cajetillas plagadas de esquelas y mensajes tontos como “Fumar puede matar”* o “Fumar provoca el envejecimiento de la piel”,o la maldad de «Fumar puede dañar el esperma y reduce la fertilidad»** (como los vaqueros) Estas trapisondas le hacen sentir el lado áspero de la injusticia con un irreprimible temblor de vibrisas. Sus pensamientos arden cuando comprueba que a otros les dejan morir mediante el coche, la bollería industrial, la grasa animal, el salto al vacío, o el navajazo tradicional del delincuente. ¿Por qué discriminar al fumador si, en suma, es una víctima de las circunstancias? Mala justicia es esta. Por eso todo fumador debe saber la historia de su vicio indecible y reclamar si es preciso al Estado, que no desea salvar la vida al que humea sino ahorrar los dineros que le cuesta hospitalizarlo hasta el óbito. Además, ¿ no es vivir la principal causa de muerte? Aprendamos:
Nicolás Monardes, médico sevillano de origen genovés que ejerció hacia finales del siglo XVI, publicó en 1574 un libro llamado «Primera y Segvnda y tercera partes de la Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales que siruen en Medicina», de cuyo segundo libro se saca lo que hace referencia al tabaco, para que el lector moderno comprenda que aquella gente no sólo tenía manga ancha con el tabaquismo sino un alto concepto de la planta que llevó a la clase médica a introducir en la población tan deplorable vicio que, siglos después, sería cancerígeno. Entonces, no.
Para evitar sufrimientos al lector, se copia en ortografía moderna, salvo algunos casos que valen la pena tal cual:

DEL TABACO Y DE SUS GRANDES VIRTUDES

«Esta yerba que comúnmente llaman Tabaco, es yerba muy antigua y conocida entre los Indios, mayormente entre los de Nueva España: que después que se ganaron aquellos reinos, de nuestros Españoles: enseñados por los Indios, se aprovecharon de ella, en las heridas que en la guerra recebían: curándose con ella, con grande aprovechamiento de todos.»
«De pocos años a esta parte se ha traído a España, más para adornar jardines y huertos, para que con su hermosura diese agradable vista, que por pensar que tuviese las maravillosas virtudes medicinales que tiene. Agora usamos de ella más por sus virtudes que por su hermosura, porque cierto son tales que ponen admiración»
«El nombre propio suyo entre los Indios, es Picielt, que el de Tabaco es postizo, de nuestros Españoles, por una Ysla do hay mucha cantidad de él, llamada este nombre Tabaco.»
«Ahí la y nace en muchas partes de las Indias, ordinariamente en lugares humidos y sombríos, es menester que sea tierra bien cultivada de se sembrare, y que sea tierra libre. Siémbrase en todo tiempo en las tierras calientes, y en todo tiempo nace: en las frías se ha de sembrar por el mes de Marzo, porque se defienda de las heladas.»
Sigue una descripción de la planta o «yerua» y entra por fin Monardes, en el magnífico asunto de las virtudes del Tabaco:
«...Guárdanse las hojas después de secas a la sombra, para los efectos que diremos y se hacen polvos, para usar de ellos en lugar de las hojas, que do no se halla esta planta, usan de los polvos en lugar de ella, porque no la hay en todas partes, lo uno y lo otro se guarda por mucho tiempo, sin corrupción. Su complexión es caliente y seca, en segundo grado.»
«Tiene virtud de calentar, resolver, con alguna estipticidad y confortación. Coglutina y suelda las frescas heridas, y las cura, como dicen, por la primera intención: las llagas sucias limpia y mundifica y reduce a perfecta sanidad, como se dirá de todo adelante. Y así diremos de las virtudes de esta yerba, y para las cosas que aprovecha, de cada una en particular.»
«Tiene esta yerba Tabaco, particular virtud de sanar dolores de Cabeça, en especial proviniendo de causa fría: y así cura la Axaqueca, cuando de humor frío proviene, o viene de causa ventosa hanse de poner las hojas calientes sobre el dolor, y multiplicándolas las veces que fueren menester, hasta que el dolor se quite: algunos las untan con aceite de azahar, y hacen muy buena obra.»
«Cuando por Reumas o por aire, o por otra causa fría, se envaran las cervices, puestas las hojas calientes en el dolor, o envaramiento de ellas, lo quita y resuelve y quedan libres del mal. Y esto mismo hacen en cualquier dolor que haya en el cuerpo, y en cualquier parte de él, porque siendo de causa fría, y aplicadas como está dicho, lo quita y resuelve, no sin grande admiración.»
«En pasiones de pecho, hace esta hierba maravillosa obra, en especial en los que echan podres y materia por la boca, y en Asmáticos y otros males antiguos, haciendo de la yerba cocimiento, y con azúcar hecho jarabe y tomado en poca cantidad, hace expeler las materias y pudriciones del pecho maravillosamente. Y tomando el Humo por la boca hace echar las materias del pecho a los Asmáticos.»
O sea, que ya hemos llegado al fumeteo recomendado a los asmáticos, gente que sin duda lo agradecería al recuperarse del sofoco.
«En dolor de estómago causado de causa fría, o ventosa, puestas las hojas muy calientes, lo quita y resuelve, multiplicándolas hasta que se quite. Y han de notar, que las hojas se calientan mejor, que en otro modo, entre ceniza, o rescoldo muy caliente, metiéndolas en él, y allí calentarlas muy bien: y aunque se pongan encenizadas, hacen mejor y más poderoso efecto.»
«En opilaciones de estómago, y de bazo principalmente, es grande el remedio de esta yerba, porque las deshace y consume: y esto mismo hace en cualquier otra opilación o dureza que haya en el vientre, siendo la causa humor frío o ventosedad. Han de tomar la yerba verde y majarla, y con aquel borujo fregar la dureza por un buen rato, y al tiempo de majar la yerba, le echen unas gotas de vinagre para que haga mejor su obra: y después de fregado el lugar, pongan encima una hoja, o hojas del mismo Tabaco calientes, y así esté hasta otro día, que se haga lo mismo: o en lugar de las hojas, pongan lienzo mojado en zumo caliente.»
Da algunos consejos más sobre cómo hacer del tabaco un producto salutífero y vuelve los ojos hacia la «yjada»:
«En dolor de ijada hace esta yerba grandes efectos: puestas las hojas entre ceniza, o rescoldo caliente, que se calienten bien, puestas sobre el dolor, multiplicando las veces que fueren menester. Es bien en los cocimientos que se hubieren de hacer, para los clísteres, echar en ellos, con las demás cosas, las hojas de esta yerba, que aprovecharán mucho: y así mismo para las fomentaciones y empastos que se hicieren.»
Este camino, el del clíster o lavativa, ha caído en desuso para el consumidor de tabaco. Por comodidad más que nada.
«En Dolores ventosos hacen el mismo efecto, quitando el dolor que de la ventosidad proviene: aplicando las hojas de la misma manera que está dicho, que se han de poner en el dolor de ijada: hanse de poner cuan calientes ser pudiere.»
Otra de las virtudes silenciadas actualmente por la inicua campaña: el tabaco previene y combate la ventosidad y, por lo tanto, favorece el aire limpio e inodoro.
«En pasiones de mujeres, que llaman mal de Madre, poniendo una hoja de esta yerba Tabaco bien caliente, en la manera que está dicho, hace manifiesto provecho: ha de se poner en el ombligo, y bajo de él. Algunos ponen primero cosas de buen olor en el ombligo, y encima ponen la hoja. En lo que se halla manifiesto provecho, es poner la Tacamahaca, o «Azeyte de Liquidambar», y bálsamo y Caraña: cualquier cosa de estas puesta en el ombligo, y traídas a la continua: o de todas ellas hecho pegadillo, hace en pasiones de madre manifiesto provecho.»
Por el método didáctico de la proximidad, Monardes pasa a la consideración de la lombriz:
«En lombrices, y todo género de ellas, que sean Gusanos o cucurbitinas, las mata y expele maravillosamente el cocimiento de la yerba hecho jarabe delicadamente, tomado en muy poca cantidad: y en el zumo de ella puesto en el ombligo: es menester después de hecho esto, echarles un clíster que las evacúe y expela de las Tripas.»
Esto del jarabe delicado puede ser un nuevo camino para la industria tabaquera: hacerlo jarabe, si bien habría que encontrar algo que hiciera innecesaria la posterior lavativa.
«En pasiones de junturas, siendo de causa fría, hacen maravillosa obra, las hojas del Tabaco, puestas calientes sobre el dolor: lo mesmo hace el zumo puesto en un pañito caliente: porque se resuelve el humor y quita el dolor. Si es la causa caliente hace daño: salvo cuando ha sido el humor caliente, y está resolvido lo subtil y queda lo grueso, que entonces aprovecha, como si fuese la causa fría.»
Sigue una nueva ventaja que aún hoy pervive y no son pocos los consejeros que recomiendan aguantar el humo en la boca, contra la muela cariada:
«En dolor de Muelas cuando el dolor es de causa fría o de reumas frías, puesta una pelotilla hecha de la hoja del Tabaco, lavando primero la muela con un pañito mojado en el zumo, quita el dolor, y prohibe no vaya la putrefacción adelante. En causa caliente no aprovecha: y este remedio es ya tan común que todos sanan.»
Para un padecimiento en retroceso:
«Cura esta yerba maravillosamente los Sabañones, fregándolos con el Borujo, y después metiendo los pies y manos en agua caliente con sal, y trayéndolos bien abrigados. Esto hace con grande experiencia en muchos.»
Sin duda para aumentar el interés literario del relato, he aquí una historia de conquistadores, donde se ve claramente que los indios Caribes estuvieron a punto de exterminar a «nuestros Españoles», que al final les madrugaron:
«En Venenos y en heridas venenosas, tiene grande excelencia nuestro Tabaco: lo cual se ha sabido de poco tiempo a esta parte. Que como los Indios Caribes, que comen carne humana, tiran sus flechas con una yerba, o composición hecha de muchos venenos con la cual tiran a todas las cosas que quieren matar: Y es tan malo y tan pernicioso este Veneno, que mata sin ningún remedio, y los heridos mueren con grandes dolores y accidentes rabiando, sin haber hallado remedio para tan gran mal. De algunos Años a esta parte han usado echar Solimán en las heridas y se remediaban algunos: y cierto en aquellas partes se ha padecido mucho con este daño.»
El doctor Monardes sigue pasando revista a las virtudes tabaquiles, intercalando aventuras con los indios caribes, cuyas flechas envenenadas, siempre mortales, quedaban desvirtuadas por la aplicación del tabaco. También se usaba contra en envenenamiento por hierba de ballestero, carbunclos, en heridas recientes y en llagas viejas, para matar los gusanos que viven en tales llagas, en empeines, tiñas y otros males. Entra por fin el buen doctor en la pura potencia del tabaco, muy superior a la que conocemos hoy, pues tenía la virtud, fumado, de privar a indios y a negros:
«Usan los Indios de nuestras Indias Occidentales del Tabaco, para quitar el cansancio, y para tomar alivio del trabajo, que como en sus Arreytos, o bailes trabajan y se cansan tanto, quedan sin poderse menear, y para poder otro día trabajar, y tornar a hacer aquel desatinado ejercicio: toman por las narices y boca el humo del Tabaco, y quedan como muertos, y estando así, descansan de tal manera, que cuando recuerdan, quedan tan descansados que pueden tornar a trabajar otro tanto, y así lo hacen siempre que lo han menester: porque con aquel sueño recuperan las fuerzas y se alientan mucho.»
«Los negros que han ido de estas partes a las Indias, han tomado el mismo modo y uso del Tabaco que los Indios: porque cuando se ven cansados lo toman por las narices y boca, y les acontece lo que a los Indios, estando tres y cuatro horas amortecidos: y quedan livianos y descansados para más trabajar: y hacen esto con tanto contentamiento, que aunque no estén cansados se pierden por hacerlo, y ha venido el negocio a tanto, que sus amos les castigan por ello, y les queman el Tabaco, porque no usen de ello: y ellos se van a los Arcabucos y partes escondidas para hacerlo: que como no se pueden emborrachar de vino, porque no lo tienen, huelgan de emborracharse con el humo del Tabaco: yo los he visto aquí hacerlo, y acontecerles lo dicho. Y dicen que cuando salen de aquel embelesamiento o sueño, se hallan muy descansados, y que se huelgan de haber estado de aquella manera, pues de ello no reciben daño.»
De donde se deduce que los enemigos del tabaco nacieron a la vez que los fumadores, sobre todo si éstos dejaban el trabajo por el humo, y que los efectos del tabaco sobre la psique se han suavizado desde que la industria ha tomado cartas en el asunto.
* Tómese nota de que el sol provoca cáncer, causa quemaduras graves en muchas ocasiones; penetra hasta la víscera misma y la sume en la confusión; atenta contra el pulmón y es veneno para los enfermos de éste. Hasta estropea el material genético, tras irradiarlo. Pero nadie prohibe el sol, que sería lo inmediato.
** La mejor esquela de cajetilla, apta sólo para iniciados en alquimia, es esta: «El humo contiene benceno, nitrosaminas, formaldehído y cianuro de hidrógeno.» No le han medido, sin duda, la radiactividad. Un fallo.
Nada mala, tampoco, es esta maldad planificada: en ABC, en páginas de «Salud», bajo el epígrafe de Psiquiatría, este titular: Siete de cada diez fumadores son adictos a la nicotina o tienen desórdenes mentales. Abundan, según esas noticias que llegan de USA, los drogodependientes y los alcohólicos. Pero, claro, también sería posible, con la misma intención desmoralizadora, este otro titular: Nueve de cada diez accidentes de tráfico los protagonizan automóviles con radios o lectores de CD instalados. Una verdad moderna. Mediática.
Para iniciar bien los siguientes trescientos minutos de lectura provechosa, se pone el siguiente

DELANTAL, donde se muestran las preguntas que, quizá, usted lleva años haciéndose:

¿Qué es de verdad un incordio? ¿Por qué las pesadillas se llaman así? ¿Por qué hablamos de los «duros de mollera» o de los «ligeros de cascos»? ¿De dónde viene eso de tomar tapas? ¿Nos «opilamos» todavía? ¿Sigue siendo el corazón una especie de infiernillo que calentaba el estómago? ¿Estaban alegres los «alegrados»?

Estudiemos el ejemplo de que sólo la buena comprensión de nuestra lengua nos permite un mejor relleno de alma y un mejor uso de los conceptos: Lo presta, acabado, ese “No hay tu tía”, con el que solemos dar a entender que la cosa ha de hacerse sin remedio, o no ha de hacerse. «Hay que ir por ese barranco y no hay tu tía». Se trata de una aclimatación al lenguaje común de lo que el Diccionario de Autoridades (del Siglo XVIII) nombra como ATUTHIA, advirtiendo que muchos la llaman ya Tuthía, acentuada y sin la /A/ inicial.«No hay tu tía», usada por nosotros es, claramente, «no hay tuthía». Esto significaba en el divertido lenguaje del Diccionario de Autoridades:
«Género medicinal, que muchos llaman TUTHÍA. Paréce haver varias especies de ella. La verdadera se produce del hollín que se eleva del cobre quando se funde y purifica, como también el Pompholix, del qual solo difiere en que el Pompholix es más sutil, y se pega a lo alto del horno, y la atuthía, por su pesadéz, cae al rededor de los hornillos.. Es granósa por de fuera y su colór ceniciento obscúro. La falsa tuthía es la piedra cadmiana ò calamína, que es propiamente el Espodio, y este es un nombre que los árabes han dado a las raíces de las cañas quemadas, y algunos modernos al marfil quemado... ... ...Hácense de ella varias medicinas, y la que tiene más nombre en las Boticas es la atuthía.»
Un detalle final: era el último cartucho de la medicina para salvar al agonizante. Su poder, mezclada con el benéfico cardenillo, que hoy tenemos por veneno, salvaba a muchos Aún así, acabó desplazada por la inyección de alcohol alcanforado, reputado como mejor viático para hacer el tránsito.
El hombre actual carece de tiempo pero sigue sobrado de curiosidad: necesita información breve compatible con el entretenimiento. Ráfagas de quince a veinte segundos, como en los anuncios de televisión. Así es como este «Diccionario de Medicina Letal» se ha escrito: con la intención de llenar un vacío del vasillo de la memoria (ver «Vasillo»), de cuyo contenido faltaba, por virtud de olvido, lo que remanecía, polvoriento, en viejos diccionarios. ¿Quién, leyendo a los clásicos, no se ha encontrado con palabras médicas, anatómicas, de farmacopea o de instrumentos que no ha logrado entender en su contexto, es decir, en cómo concebían los cuerpos y las almas aquellos hombres del Siglo de Oro y del Despotismo Ilustrado?
No se trata de un estudio sobre los orígenes de la lengua, sino de la descripción, convenientemente pasada al español actual, de una medicina peligrosa, mortífera, con la que sanaron no pocos antepasados. Y también es el lugar de encontrar significados de palabras que hoy usamos sin pensar: ¿Cómo se curaban la tiña, la manía, la alferecía, la sordera o las hernias? ¿Qué era entonces tener potra? Se anticipa: cuando se caían las tripas. ¿Con qué se limpiaban los dientes los españoles antiguos? ¿Se podía beber el alcohol del siglo XVII? ¿Es cierto que existía un oro potable?
Este diccionario no sólo le va a permitir desentrañar a los clásicos castellanos o comprender algunas de las enfermedades que corren todavía por pueblos de la España histórica: también le dará razón del origen de muchas expresiones que hoy usamos despreocupadamente, como, por ejemplo «ser de la misma camada»: ¿Es posible que este dicho tenga que ver con el mal francés o sífilis? Milagros del treponema.
El diccionario encierra sorpresas y sabiduría popular que algún día fue ciencia. Las voces se han tomado del Diccionario de Autoridades, y, salvo en algún caso curioso (como «celebro») se ha puesto en lengua de hoy la explicación y el comentario del autor, no así las palabras, que figuran como en los siglos pasados: Paralyticado, Parasysmo, Parastata, Phantasía, Ptísica, por citar algunas de las que empiezan por /P/.
¿Piensa usted en las musarañas alguna vez? ¿Cree, incluso, que la musaraña es un minúsculo roedor? Aquí encontrará una razón distinta. Como que «muñón» no fuera un muñón, y que el músculo se tratara de un mejillón repleto de virtudes medicinales, aunque llamado “pescado”; que los átomos, por entonces, se vieran a simple vista o que, sin conocer los grupos sanguíneos y el factor Rh, aquellos valientes médicos hicieran transfusiones. A paso de paseo, el lector dispondrá de trescientos minutos para asombrarse y sonreír mientras se entrega a la cultura de la Cultura.
El presente trabajo saca su meollo del Diccionario de Autoridades, llamado en realidad «Diccionario de la lengua castellana, en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes, y otras cosas convenientes al uso de la lengua.». Ha sido un insólito recreo, como lo será para el lector, cuando se vaya acostumbrando a que los ojos, en aquellos lejanos tiempos, despedían rayos visuales (ver «RAYO ÓPTICO») o que en la parte trasera del celebro existía una cajita para la memoria. O que la cabra estaba llena de virtudes medicinales que expulsaba manufacturadas en forma de grageas.
Para su presencia en el diccionario que sigue, ha sido necesario que las voces recopiladas pasaran, en el Siglo XVIII, por el fino tamiz de los sabios de la época, que sabían mejor que nosotros en qué mundo vivían. Así, palabras de la medicina popular como «juntársele a uno las mantecas», aún en uso en algunos lugares, o corrupciones generalizadas, como en Baleares hablar de «Es nirvi asiàtic», nada más que el nervio asiático por ciático, se han quedado fuera, a veces con gran dolor, porque hay verdaderos hallazgos, como «estar enfitado» o «modorro», que se dice de las ovejas a las que se les vuelven los sesos agua, y que es esa moderna enfermedad cerebral espongiforme que ha matado a tantos corderos y vacas en el Reino Unido. Y a bastantes humanos obstinados en chupar el tuétano en los huesos del cocido.
Junto a la diversión se ha buscado la seriedad, el aval de los académicos que supieron reflejar bien las voces médicas de la época e incluso advertir sobre las que eran de uso «baxo», como BANDULLO. A pesar de que están tomadas en el Siglo XVIII, muchas son más antiguas y pertenecen a la medicina del Barroco.
El lector que desee hacer una cata urgente de este Diccionario de Medicina Letal, puede consultar estas sencillas notas: Manía Lupina, Phantasía, Cascos de calabaza, Cauterio potencial, Desfolar, o estas que ilustran las relaciones laborales: Deszocar y Bufarse.
Este Diccionario presenta el acervo médico de los viejos siglos, tan descuidado, como un manual de consulta rápida que contiene, además, la vitamina del optimismo. Las voces recopiladas se acompañan, como en el Diccionario de Autoridades, por uno o varios ejemplos de su uso habitual, en los que descubrirá qué les pasó a las narices de Fray Bernardino o como «tienen también las mujeres dos testículos...»
Igual que en todos los diccionarios, en éste se viaja al pasado; pero el regreso es gratificante y no amargo. Una experiencia sobre el hombre y las ideas que tuvo de sí mismo, a las que puso nombre: Como a todas las cosas. Un libro, pues, para el trabajo, para el estudio, para la lectura clásica y, naturalmente, para la psicología: cuando el hombre sufre, sólo puede buscar la cura a través de la sonriente esperanza.
En cualquier caso, y por desgracia, no sólo la medicina antigua puede ser letal. La vida, también. Pero este diccionario, como tantos, nos ayuda a sentir quiénes somos para saber cuáles son nuestras palabras, hijas del hombre y, también, del tiempo. Por eso, por lo que va de ayer a hoy, observemos esta


Segunda Parte:
PANORÁMICA DE LA MEDICINA ACTUAL

LA TASCA COMO SALA DE ESPERA DEL JUICIO FINAL.

Ayer, no más, nos reuníamos amigos en torno al boquerón y a la croqueta del mediodía.
-¿Una cañita? –ofreció el benéfico camarero.
-Tengo piedras. –dijo uno de los nuestros.
-Yo, úlcera. –testimonió el torturado por la Helicobacter Pilori, o así.
-Tomo Prozac. –añadió alguien, aportando la perspectiva psicológica. O espiritual.
-El clavo del hombro me impide levantar vidrio y la cerveza con pajita…
-Yo tengo tembleque y vierto.
-Para mí, cañita. –dijo Jorge que, a pesar de médico, sólo padece de «Partidismo Ignoto», padecimiento moral que impide saber de qué color se es.
Nos pusieron Cocaramba. De la que afloja los tornillos oxidados. Pero, mientras se la enviaba al abismo, en el ambiente se notaba que ocho de cada diez cabezas presentes pensaban «Nunca tantos estuvieron tan enfermos. Un universo de dolientes peregrinando por las salas de espera.»
-Dichosos los tiempos del bicarbonato y la cafiaspirina. –impetró el camarero, nostálgico.- Nadie sabe qué será del tapeo con todos a dieta o tomando píldoras incompatibles con la tradición y la patata brava.
-¿Y usted de qué padece? –le preguntó Jorge, el médico que no nos trataba porque nos quería.
-Lumbalgias. Al menos no es una enfermedad de la civilización moderna. Dicen mis espías que la había en tiempos de Don Pelayo.
-Eso se cree usted: habría que ver si se trata de una fibromialgia.
El camarero, mientras ponía transparencias de jamón al corro vecino, meditó con nosotros:
-Claro que hay lumbagos psicofísicos, de puro estrés. Ves a tu hijo cogerse la coleta, ponerse el pendiente y el collar de abalorios, y notas un mordisco en la L-5. Se lo cuentas al médico por si eso es causa de un sarpullido en las manos, y te pone hasta las cejas de alprazolam, acompañado por un laxante de agar-agar.
Mientras el buen camarero se retiraba en busca de “pescaíto frito”, todo a base de pezqueñines prohibidos por la burocracia, nuestro médico Jorge quitó la cerveza de sus labios: intuía intrusismo:
-La gente, con eso de la cultura y del precio de los libros, se ha puesto a leer los prospectos y va por ahí hablando de los inhibidores de la MAO tanto como del Real Madrid. Y peor si se ponen a recetar paracetamol o se entregan a cánticos a la vitamina E, que liquida los radicales libres. El más tirado te habla de serotonina, de prostaglandina, de ibuprofeno, o del ácido Omega 3, según le de.
-El que está mal, caballero, -siguió el camarero a su regreso- es mi padre, que tiene la próstata como una sandía. Le quieren operar con bisturí, pero nos han hablado de la termo.no-se-qué, que te meten un calentador por ese sitio y la próstata coge un pasmo y se encoge al tamaño de una nuez.
-Diga que sí. –intervino un vecino del corro de la derecha- A mi me lo hicieron y lo único malo que tiene es que te insertan la cosa las enfermeras y te provocan una sensación rara de la mente. Pero vuelves a dormir sin orinales y sin paseos al lavabo.
Un solitario que jugaba con un mejillón en escabeche con la ayuda de un palillo, no resistió el español impulso de añadirse a conversaciones que no son suyas. Movió su periódico para llamar la atención, y se lanzó:
-Considerando, a la luz de la información…
Pero nuestro corro y el camarero habíamos llegado a una cuestión prostática de importancia:
-Me han dicho –opinaba el hombre, pasándonos nueva ronda de Cocaramba con dadito de tortilla- que los medicamentos que se usan para el cáncer de próstata son una castración química.
-Cierto. –concedió Jorge, nuestro médico de guardia en la tasca.- Si te ponen de eso no tienes nada que hacer por muy violador que seas. Grande impedimento. Tome nota para suministrar a algún vecino salido: “Progynon Depot”. Es antiguo pero contundente con la líbido.
-Considerando, a la luz de la información… -insistió el vecino solitario.
-Y digo yo, ¿por qué no les inyectan la cosa a los terroristas o a cualquier ayatola que se cruce? –se preguntó el camarada del clavo en el hombro.
-¿Por qué quedarse en los ayatolas? –dije- ¿Por qué no extender las actividades del específico a los vendedores de seguros?
Había quórum si, además, se añadía a la lista el gremio de los inspectores de hacienda, suponiendo que una líbido adormecida les haría menos activos.
-Considerando, a la luz de la información…
-Tampoco les vendría mal a los de las multas de la HORA. –advirtió el compañero entregado al Prozac.
Sucedió un silencio mientras evaluábamos esa oportunidad para la venganza y así el vecino se hizo oír:
-Considerando, a la luz de la información de la prensa –explicó, seguramente pasado de cerveza-, que la medicina está socializada, hay que decir que es asunto social. ¿Queda alguien que no esté en manos de un médico o, en su defecto, de una cápsula?
Le hicimos un sitio en el corro: personificaba la voz de la sociología. Por un momento los espíritus gloriosos del Omega 3 y del Omega 6 se expandieron, triunfantes, por el aire viciado y sonoro. Un cántico a la soja.
La sección de sociología aún tenía qué decir:
-Nunca hubo tantos enfermos vivos: duran más y eso es mérito de médicos y laboratorios. –se aclaró la voz con su caña y resumió años de estudio:- Este no es el tiempo del consumismo: es el de la medicina universal y de los laboratorios multinacionales. ¿Quién ha pasado hoy por menos de veinte médicos y cien medicamentos? ¿Y por qué? Porque es gratis. Tamaña resistencia sólo puede explicarse por los hábitos alimenticios que nos fortifican y nos apartan de la hamburguesa.
Dijimos que sí, que era evidente que el mundo «medicalizado» exigía organismos duros de pelar y medicamentos que no se potenciaran con el uso de la caña con tapa, símbolo de nuestra independencia nacional.
-Considerando, a la luz de la información… -volvió a arrancarse la sección de sociología.
Pero nuestro médico, Jorge, pidió con las cejas otra dosis general. Las manejó de tal modo que la sección de sociología quedó reducida al silencio.
-En sociedad, con la gamba y la cerveza, queda bien el dulce pitorreo. Si eres médico y sueltas en la tasca que no hay que fiarse de los médicos o que lo que tiene cura se cura solo, quedas bien y todos dicen qué tío y te echan fama de buen profesional.
-Sí. –dijo el experto en bares, nuestro camarero.- Como cuando un cura juega a los chinos, dice palabros y. De tanto en tanto, se embota.
-Eso. –remachó el clavo en el hombro.- A la gente le gusta ver como alguien se burla de su profesión. Un traumatólo de la S.S., al que fui, me preguntó: ¿Le han visto en algún sitio más serio que éste? Con eso se ganó mi confianza.
-¿Y qué le respondiste?
-Que sí; que me habían visto en un quirófano y que el clavo me lo había dejado tan fruncido que la mano no me llegaba a la boca. Para evitar la tentación, sin duda.
-A la luz de la información disponible…
Las cejas de Jorge devolvieron a la oscuridad a la mente sociológica.
-Está bien el dulce pitorreo y recordar en público a los pobretes que fueron por fimosis y salieron sin compañones. Yo mismo relajo a mis víctimas llamando a los órganos por su nombre: sonríen y, antes de que se enteren, los he evacuado y están en el pre-operatorio tratando de recordar qué les dije que tenían en las tripas. O barriga. Además, hay palabras técnicas que dan mucha risa, como las trompas, que son dos: la de Falopio y la de Eustaquio. Nombres humorísticos. La buena gente ve a Eustaquio y a Falopio de copas, confraternizando con el etanol, y les gusta.
-¿Pero…? –le animé.
-Sí: hay un pero. ¿Qué sería de la humanidad si no le extirpáramos cosas como el apéndice, las amígdalas, las verrugas, los cristalinos y todas esos engorros sobrantes? ¿Qué sería de los chalados si no les convenciésemos de que tienen un alma grande?
-¿De verdad hay gente que se cree una gallina o un conejo? –preguntó la úlcera.
-Sí, la hay. Pero con un buen tratamiento llegan a ser conejos y gallinas felices: les tocas un poco la corteza cerebral y se van tan contentos. Cacareando. O sea, que, con humor y cerveza, hay que convenir en que somos benéficos. Los que recetamos elevadores físicos de la moral, más. Sobre todo desde la viagra.
-Es verdad. Dicen que cuando la moral física no se eleva el varón cae en la melancolía. O hace una diablura.
Eso es lo que se ve con el ojo desnudo, pero ahora os cuento un secreto que explica por qué la autoridad no nos mete en cintura: Los médicos somos el pilar que sostiene el turismo en estos duros tiempos de recesión.
-¡No!
-¿No os extraña ver a más vejetes cada año bajándose de los aviones? A esas edades no están para sol y mar, pero aquí que se vienen.
-Serán supervivientes del Mayo del 68, los pobres.
-Veréis: en sus madrigueras de origen el seguro social es flojo o directamente malo. Pero el seguro de las agencias de viaje es muy bueno, de modo que se pagan unas vacaciones en España y se operan aquí. O se hacen un T.A.C. De modo que menos bromas con las fuentes de divisas.



SIGUE LA PRÁCTICA MODERNA

YO FUI KOVACSIZADO
(con breve introducción en lo moderno)

Ante la maldad del organismo lo que hay que hacer es disfrutar de la agrosfera y, de paso, de esta historieta sobre “cómo fui kovacsizado”. Total, el ideal más gordo de que dispone el autor es el de instruir deleitando.

UNA VIDA FELIZ

En aquel tiempo yo vivía sumido en la dieta mediterránea y en una salud que mantenía operativas mis mejores glándulas y poderosas mis hormonas. Era un hombre feliz e inasequible a los cambios de tiempo, entregado a la literatura festiva, a la vitamina E y a la gimnasia sueca.
Raro escritor, poseía un gimnasio, una tienda de deportes y un gato. Tocaba el clarinete y la gaita, hacía cinco horas diarias de ejercicio, practicaba el yoga, la prensa de banca y el salto de potro y, en los ratos libres, salía a buscar setas como método para comulgar con la naturaleza.
Mis únicas visitas al médico siempre habían sucedido bajo la presión del porrazo. Fui cosido por primera vez a los seis años y, desde entonces, coleccioné diversos zurcidos y fracturas, dolores intensos pero poco duraderos que no habían quebrado mi fe en que la naturaleza humana era un caudal inagotable.
Incluso sabía cosas útiles, como comer y montar con los codos pegados al cuerpo o que Maastricht venía del latín «Trajectum ad Mosam», pero ni idea de que hubiera otras hernias distintas a las de hiato y de escroto. Era inocente y tenía una espalda virginal con la que esperaba recorrer no menos de cien años.


LOS PRIMEROS PROBLEMAS

Esta vida idílica un día se vio interrumpida por un ardor en la zona lumbar y por una manifiesta repugnancia a doblarme por el eje. Nada -me dije- que escape a las virtudes de una buena faja de lana, porque un escritor deportista sabe que el lumbago acecha a los atletas y que hay que contar con su visita.
Pero era un lumbago extraño: en lugar de estarse quieto bajo la faja, se desplazaba y en poco tiempo me infestó los glúteos y los cuadriceps. Cuando me llegó a los pies, dejándome los tobillos entumecidos por el camino, creí sonada la hora de pedir auxilio a la medicina y acudí a mi médico de cabecera, hombre miope en muchos sentidos y valenciano en uno sólo.
-Mala hierba nunca muere. -me dijo, sin duda para infundirme ánimos. Después, y como deferencia, me auscultó.
-Oye, que es lumbago.
Pero él, después de seis años de facultad, tenía ideas propias conque me dio un volante para que me hicieran un electrocardiograma. Consultó unos horarios y me metió prisa:
-Si vas ahora al ambulatorio te lo harán sobre la marcha. Hoy toca de once a doce.
Tocar, tocaría, pero no a mí: en contra del parecer de mi médico, los electros se hacían de cinco a seis y, puesto que no había indicado urgencia ninguna, lo más que podían hacer por mí era darme hora para quince días después.
Medité un momento sobre el Estado del Bienestar y sobre la misteriosa relación entre el corazón y el lumbago y, cuando me retiraba por el hall, Lastre me dio una palmada en el hombro:
-Así que también tú has caído.
Lastre es un internista de manga ancha, muy tolerante con el colesterol, con el tabaco y con el consumo de morcillas, proclive a recetar tisanas a las buenas gentes que le piden grageas de colores. Me hizo el electro canturreando un pasaje de la verbena de la Paloma y me lo interpretó: «El lumbago no te viene del corazón, camarada. Lo más probable es que te venga del lumbago mismo.»
-De esta no te morirás. -confirmó mi médico de cabecera, sentado a la mesa de su comedor delante de un plato de sopa. Es un hombre que siempre menciona la muerte para estimular las defensas naturales de sus pacientes.- Te voy a hacer un regalo.
Y me dio una caja de muestra de naprosyn, con el consejo de que leyera el prospecto, pues era una catálogo de los trastornos que podía causarme en el estómago y en el hígado y en cualquier otra zona que consiguiera alcanzarme.


BUSCAR AYUDA MÉDICA

Los médicos de cabecera, preparados para luchar contra la gripe y las anginas, tienden, en cambio, a mostrarse indiferentes con las lumbalgias. Sólo si se insiste mucho te envían a un traumatólogo que, a su vez, te encamina hacia radiólogos y analistas, de modo que, al poco, estás metido en tal laberinto de citas y fechas que acabas huyendo hacia la medicina privada. Y no es que los médicos me den miedo, siempre que ataquen de uno en uno.
Sabía esto, pero mi natural optimismo todavía me hacía creer que todo tiene cura en este mundo, sólo con tomar la precaución de apartarse de la Seguridad Social y encontrar a un médico que te reconozca en lugar de darte una receta.
Fui a ver al internista Lastre, que estaba detrás de un vaso de whisky y emitía alegres comentarios sobre las virtudes desinfectantes del alcohol. Fumaba.
-No está probado científicamente, pero juraría que también disuelve la nicotina.
-¿Te acuerdas de mi lumbago?
-¿Aquel que podía venirte del corazón?
-El mismo. El dolor me empieza en la quinta lumbar y ya no se para hasta tropezar con los pies.
-¿Glúteos?
-Sí.
-¿Cara posterior de los muslos?
-Sí.
-Pasa.
Me introdujo en el cuartito donde tenía el estetoscopio y una mesa de curas y me pidió que me bajara los pantalones para poderme ver el lumbago en toda su extensión. O eso creí yo incluso cuando me obligó a permanecer a cuatro patas sobre la mesa.
Fue una humillante sorpresa pero, al menos, duró poco:
-Te sorprendería saber la cantidad de lumbagos que en realidad son dolores de próstata. La tuya está bien de salud: elástica y sin inflamaciones.
-Eso se avisa. -dije. En mi opinión, ni la amistad más entrañable debe llegar a introducir dedos en sitios privados. Ya sé que los internistas son así, que les encanta descartar posibilidades, pero eso no los disculpa.
-Veamos ahora el epidídimo. -amenazó, cambiándose de guantes.- A veces se le inflama incluso al hombre más optimista.
Tras algunas palpaciones, descartamos ambos epidídimos, que salieron del paso con algún malestar y pasaron varios días retraídos. De la vergüenza.
-Pues lo tuyo va a ser un lumbago. -dijo Lastre, concentrando en una frase todas sus observaciones.- Te vas a ir a Bayo, que te saque unas cuantas fotos al trasluz y, de paso, que te miren la orina: que te hagan un cultivo de cepas a ver qué sale.
Siempre me he llevado bien con la medicina y puedo enfermar de cualquier cosa sin necesitar salir de las manos de mis amigos. En mi vasto círculo dispongo de otorrinos, anestesistas, dermatólogos, traumatólogos, cirujanos y psiquiatras. El problema es que cuando un médico te coge confianza te cuenta aventuras y te enteras de cuántos han sido operados de apéndice sin padecer apendicitis o de cómo se les murió un ciudadano sólo por ponerle anestesia local. De todas formas, acudí con alegría a mis nuevas citas pues la mayor faena que te puede hacer un radiólogo es inyectarte contraste (claro que sólo con contraste han conseguido matar a más de uno), mientras que el analista permite que te extraigas la orina tú solo, por métodos naturales.
Bayo no tenía enfermera. Trabajaba en colaboración con su mujer que, para hacer juego con la bata, se pintaba las uñas de color perla. Decían que era para ahorrarse un sueldo, pero la verdad era que a Bayo le daba vergüenza cobrar y muchos traumatizados y ulcerosos escapaban de su consulta sin soltar un duro. Su mujer se veía obligada a interceptarlos.
-Ven -me dijo- a las cuatro. Ella tiene una demostración de perolas de plástico en casa de una amiga.
Y a las cuatro me radiografió una y otra vez. Miró las fotos con el ojo izquierdo, que es el mejor entrenado de los que tiene y me confesó que había algo en el tejido (o cuerpo, no recuerdo) isquiocarvernoso que no contaba con su beneplácito. El isquión, añadió, pasaba el tiempo haciendo jugarretas a la población.
Por supuesto, no le pagué. Un hombre educado no paga a sus amigos o deja de tenerlos. Me fui con mi tejido isquiocavernoso y se lo mostré al internista Lastre, que me explicó que, aunque no cabe duda de que los huesos están en el interior, no formaban parte de su especialidad.
Él sólo podía matarme un infeliz estreptococo que había salido en el cultivo de mi orina y tranquilizarme de paso: no tenía treponemas ni nada que me pudiera relacionar con una enfermedad venérea.
-Claro: lo que tengo es lumbago.
-Y un estreptococo, pero muy pequeño. Te lo mato con cinco descargas de antibiótico. Te sorprendería saber en la de sitios raros que puedes encontrarte un estreptococo.
Para el lumbago, en cambio, debía ir al traumatólogo López, hombre aficionado al bisturí pero inofensivo lejos del quirófano.
-Llévale tu tejido isquiocavernoso y que tome medidas. Pero no consientas que te de antiinflamatorios porque luego tendré que curarte la úlcera.
Y aquí fue cuando me tropecé con el primero de los muchos misterios de la medicina: la inyecciones de antibióticos me quitaron tan completamente el dolor que, por un momento, atribuí todas las molestias al ya difunto e inocente estreptococo, y no pensé en el traumatólogo López hasta que volvió el lumbago con redoblados ímpetus.
Para combatirlo, el traumatólogo López me dejó desnudo como una lombriz y siguió mi columna vértebra a vértebra: buscaba una escoliosis. Luego me hizo empujarle las manos con una pierna y con otra y dar pasitos por la habitación sin quitarme ojo. Desagradable. Prueben ustedes a andar desnudos por delante de un señor bigotudo que, además, tenga una gran capacidad para no escucharles y sabrán a lo que me refiero.
-¿Qué? -le dije, cuando todo hubo acabado.
-Que las radiografías no valen.
-¿Y esa cosa isquiocarvernosa?
-No está. Hay un coxis y un isquión, si quieres saberlo, pero no les pasa nada. Que te repita las radiografías.
-Traumatólogos. -gruñó Bayo el día que su mujer salió a una presentación de cosméticos que regalaban una figurita de porcelana.- Siempre quieren ver más que los mismísimos rayos X. Anda, bájate los pantalones y coge aliento.
-No tienes nada en la columna. -me dijo el traumatólogo al terminar de contemplar mis huesos, si descontamos dos vértebras aplastadas que no explican tus dolores.
-Pues a ver cómo se lo comunicamos, porque a mí me duele.
López reflexionó. Sin duda para que yo no me quejara del servicio, me dio unos martillazos en las rodillas, la cosa esa del reflejo, y volvió a meditar cuan bigotudo era: a un amigo no se le puede despachar con caso sobreseído. Hay que hacerle cosas hasta que renuncie por propia voluntad.
-Que te hagan estos análisis de sangre y estos de orina.
Yo ya no sabía cómo explicar a la clase médica que tenía una lumbalgia: ellos, llevados por la excitación de la caza, no me escuchaban; sólo ansiaban rebuscar en mi emponzoñado organismo.
-Me vas a tomar -me dijo cuando leyó los análisis- legalón en cada comida, porque tienes una ligera insuficiencia hepática.
-Ya lo sé. Tuve hepatitis a los dieciocho años. ¿Tú crees que el dolor de espalda me viene de una insuficiencia hepática que se haya equivocado de camino?
-No, pero ya que estamos...
Miró los análisis de orina:
-¿Has tenido algún cólico nefrítico?
-No, pero he visitado a víctimas de ellos.
-Es que tienes la orina extraordinariamente alcalina. No comprendo como no estás lleno de piedras. Me vas a tomar orotil
-¿Y eso de la orina puede explicar los dolores?
-Puede. No obstante te vamos a mirar el estómago, a ver si es de ahí...
Llegados a este punto, lo dejé estar, consciente de que el hombre adulto no debe enfrentarse a las ciegas fuerzas de la naturaleza. El internista Lastre, de nuevo tras su vaso de whisky, me lo confirmó:
-Orina alcalina, orina alcalina... Si tú tienes algo en los riñones yo soy el Archipámpano de las Indias. Por poder, puedes ir al urólogo, pero si quieres un consejo de amigo, confórmate con lo que Dios te ha dado, no sea que entre todos te vayamos a estropear de verdad. ¿Sabes lo que dicen los gallegos, que son gente filosófica y escarmentada? «Un médico, cura; dos, dudan y tres, muerte segura.»
Le pagué el whisky, o sea, el güisqui.


LA DECADENCIA

Ignorante de las controversias médicas que suscitaba, mi dolor de espalda persistió en sus manejos y, lentamente, me apartó del ejercicio de la libertad, de la búsqueda de setas y hasta de los cultivos del clarinete y del espíritu.
Acorralado, buscaba consuelo en la filosofía. El dolor -me decía- es educativo. Enseña, por ejemplo, que no somos nadie y cuán sujetos estamos al devenir. También enseñaba que la medicina era mucho más imprecisa de lo que yo quisiera y que la vida vale muy poco si no se puede estar sentado ni tumbado sin la sensación de que lo estén asando a uno a fuego lento. Por la parte de atrás, o sea, del envés.
Estaba claro que, de seguir así, no podría ofrecer mi cooperación a la humanidad, que tendría que arreglárselas sin mí. Me volvía retraído. Mis escritos, antaño humorísticos, se deslizaban hacia el sarcasmo nacionalsindicalista. Ni fuerzas tenía para reírme de los deformes, según es costumbre en España, y cuando miraba hacia el futuro sólo veía sillas de ruedas.
Ni siquiera quería salir con mis amigos o entrar en mis amigas. Había perdido la salud y mi organismo se tambaleaba mientras las vísceras manifestaban insolidaridad y no pocas rarezas; porque al cabo de unos meses ya no me dolía sólo la espalda: el estómago, el hígado, las rodillas y el plexo solar se habían unido al bullicio y sólo una gran presencia de ánimo me impedía golpear a los que me saludaban con un «¿cómo estás»
-Ve al médico. -me aconsejó mi padre como familiar más directo.
-Dime uno al que no haya ido. -sugerí. Con ironía.
Me lo dijo y así fue como el doctor Pons me recetó aerorred, lo que no es precisamente un consuelo para el que llega quejándose de una columna vertebral en desintegración.
Todo esto me causaba una gran desesperanza: la medicina había fallado conmigo. El mundo civilizado me había abandonado en manos del aerorred sedante y, por si fuera poco, hasta eso dejaron de fabricar al cabo de los meses.
Y esos meses, siguiendo viejas costumbres, se convertían en años y los años, después de caerme en la cabeza, me hacían pensar en la muerte mientras teñían de plata mi sien. O de armiño.
Ahora, al recordar aquella dura etapa, distingo con claridad cuatro fases bien definidas: la médica, caracterizada por una confianza infantil en la farmacopea, en la radiografía y en el TAC; la intelectual, basada en la idea de que el dolor es capaz de educar el espíritu y proyectarlo hacia realidades más abstractas; la mística, en la que se acaba ofreciendo el dolor propio por el bien de los semejantes, «señor, que lo que me duele a mí se descuente de lo que tengan que padecer otros». Y, por último, la fase eremítica, que consiste en la retracción, en no querer ver a nadie ni hablar con nadie, porque el dolor prolongado ejerce un efecto pernicioso sobre la personalidad.
-Tú eres tonto, niño. -me dijo un coronel de aviación, cojo como un cangrejo.
-Tus fases me las paso yo... -mencionó un lugar que tenía gran predicamento entre los oficiales superiores del ejército del aire.- ¿Has visto cómo ando yo?
Estando él presente, era imposible no observar su cojera de las dos piernas: casi un fenómeno de barraca de feria.
-Pues no me duele.
Entonces germinó de pronto, explosiva, una semilla que llevaba enterrada en mi corazón desde mucho antes. Aunque intelectualmente me duela decirlo, mi nueva psicología me había hecho apto para convertirme en carne de curandero.
-Verás como Pedro te cura. -dijo el coronel- Mientras te toca, hace así, así, con la boca.
-¿Musita una oración?
-Pues seguramente. Yo no se la entiendo porque estoy algo sordo, pero el tío mueve los labios y hace cruces con los dedos. Liquida todas las verrugas que se le cruzan por delante.


EN MANOS DEL CURANDERO

Me hice dibujar un croquis exacto del lugar donde el curandero cometía sus habilidades. Por nada del mundo hubiera preguntado por él en la calle: cuando se ha tenido una educación racionalista, hay cosas que dan vergüenza, aunque yo la combatía pensando que el mismísimo Shakespeare, que no era tonto, había afirmado que había asuntos entre el cielo y la tierra que no soñaba nuestra sabiduría. Luego encontré una, llamada «canales K», pero no debo anticiparme.
El curandero Pedro era un hombre que llevaba con modestia la nariz que Dios le había dado y que tenía la rara virtud de hablar sin que se le entendiera. Yo, al menos, nunca supe si aludía a un lunar o a una vértebra. También hay que decir a su favor que no daba galletas mojadas ni cobraba. En él el curanderismo era un acto de servicio y, por lo que acerté a comprender, Pedro creía firmemente que perdería sus poderes si los comercializaba.
La educación del hombre no se completa hasta que ha acudido a uno de estos lugares y se ha empapado de color local. La sala de espera era un resumen de los desechos de la medicina clásica: cojos de todas las piernas, verrugosos crónicos, asmáticos irredentos, alérgicos, víctimas de los callos, de los uñeros, de las muelas, de los orzuelos, de la cabeza del fémur, de la ciática y de los mil reumas. Aguardaban turno y se contaban sus miserias y sus opiniones sobre los médicos del seguro de enfermedad.
Allí convivían el cordero con el león, el poderoso con el desheredado o el payo con el gitano. Sin esforzarme mucho, reconocí a un juez y a un traumatólogo al que le habían implantado una prótesis en la cadera. Eso renovó mis esperanzas.
El curandero en sí, que tenía la mirada fresca, pero fija, de un salmonete refrigerado, había empezado su higiénica carrera en la mili, destinado en un hospital militar. Allí, una monja observadora descubrió que reuma que tocaba reuma que estaba perdido. Auxiliándolo con estampas, inscribió en su mente la idea de que la Virgen lo había elegido para aliviar a la humanidad doliente, argumento posible pero difícil de probar. Lo cierto era que algunos tiraban las muletas y echaban a correr y que rodillas inflamadas volvían a su estado natural apenas les ponía la mano encima.
-¿Qué tienes?
-La espalda, los muslos, los tobillos...
Pero el hombrecillo había concentrado sus ojos en un pequeño quiste sebáceo que yo tenía en el ángulo recto de la mandíbula y no prestaba ninguna atención a mi columna. Lo tocó y, como me habían advertido, le hizo unas cruces mientras mascullaba entre dientes. Aquel quiste estaba perdido.
Pero la espalda era otra cuestión, quizá por su superior tamaño. Tras cada sesión notaba un cierto alivio, que me duraba una hora apenas. A las quince, el dolor de los tobillos había desaparecido, trasladándose a los talones, de donde no hubo forma de expulsarlo ya. Eso sí: me quitó el referido quiste sebáceo, una verruga de la muñeca y una mancha solar del cuello. Pero me dejó cojo.
-Gracias. -le dije, al concluir la decimosexta sesión: el hombre educado da las gracias con razón o sin ella.- Creo que ya estoy curado.
-Ajá. -dijo él.
Deposité en sus manos diez mil pesetas para que alimentara los dones de su espíritu y salí renqueando sobre mis doloridos talones.


CONFORMIDAD

Hasta entonces sólo había estado enfermo físicamente pero, a raíz del nuevo fracaso curativo, algo del alma se me fracturó: cuando la agitaba sonaba como si una pieza estuviera suelta. La moral de victoria, seguramente.
-¡Ah! -decía, con varonil concisión, cada vez que apoyaba los pies en el suelo.
Mi coraje dio un brinco y se retiró a la descansada vida que huye del mundanal ruido. El propio corazón parecía haber pinchado una rueda -o quizá fuera un asunto de platinos- y yo al completo andaba con el paso triste del batelero del Volga.
Dejé de nadar; dejé de buscar setas, de perseguir señoritas, de viajar, de sentarme en sillas y sillones. Escribía alargado en una colchoneta. Comía sobre cojines gruesos. No conseguía caminar más que pensando palabras de gran poder energético y, en general, pasaba el tiempo buscando trucos para hacer más llevadero aquel infierno de vida.
En poco tiempo me convertí en un ser cubierto de fajas y de tobilleras, que se pasaba las horas con pinzas en las orejas, con electrodos en los riñones, leyendo libros sobre la acupresura con grapas y tomando aspirina soluble. Preveía una vejez anticipada y vivida con traje negro.
Aún así, luchaba: compraba sillas de asiento inclinado y apoyo en las rodillas, deshumidificadores que me libraran de la humedad nefasta, pomadas analgésicas y hasta escribí un programa de ordenador que, tras provocarme una ligera hipnosis con dibujos reiterativos, me transmitía órdenes subliminares, o sea, bajo el umbral de percepción: cosa de mucha psicología:
-¡Qué bien te encuentras hoy! -decía el ordenador a una velocidad de 2000 megahertzios.- No te duele nada. Te sientes muy feliz.
Pero no funcionaba porque yo no dejaba de pensar que la Naturaleza había creado 187 centímetros humanos con el solo fin de enseñarles -a los 187- que el mundo es un lugar espantoso, sometido a la férrea dictadura del nervio ciático.
Lo digo con vergüenza, pero en aquellos duros momentos magnetizar el agua con un embudo ex profeso me pareció una buena idea. Lo mismo que ponerme unas plantillas radiónicas e insertarme en el sacro otra pieza radiónica, llamada el «botón de la autoestima». Las emisoras de radio no hacen otra cosa que anunciar estas maravillas.
Una tarde, en la carnicería, viendo como despiezaban a un conejo, filosofé en voz alta, observando que el pobre conejo, al menos, ya no sufría. Para reforzar el argumento, cité a Rubén Darío: «dichoso el árbol, que es apenas sensitivo, y más la piedra dura, porque ésa ya no siente».
Un ATS, allí presente por motivos nutritivos, tras recoger mi moral del suelo me hizo ver que el pesimismo puede causar úlcera y me preguntó por mis síntomas.
-Eso es un pinzamiento. -dijo cuando se hizo cargo de la tristeza de mi espinazo.
-¿Y qué gano yo sabiendo su nombre? Ante mí se siguen extendiendo mil años de cojera.
Pero aquel ATS había hecho un curso de cuidados intensivos y otro de quiropráctica. No podía prever los designios de Dios, pero, si yo no era un pecador excesivamente potente, podía afirmar y afirmaba que me aliviaría mediante masajes científicos. Nada de hacer cruces y mascullar plegarias, sino desenganchar directamente con los dedos las raíces nerviosas que estuvieran atrapadas por los desconsiderados discos intervertebrales.
Así consumí todo un año, depositado sobre una mesa, con el glúteo al aire los días alternos, descubriendo la infinita cantidad de puntos dolorosos que se habían acumulado en mi dorso.
-Hemos de ablandar la primera capa -me decía el masajista-. Luego, la segunda, la tercera... hasta que lleguemos al nervio mismo. ¿A que nunca pensaste que el culo te pudiera doler tanto?
Yo respondía que sí, que nunca lo imaginé hasta que él puso sus pecadoras manos sobre mi organismo y que si había atrapado ya el pinzamiento para darle su merecido.
Este es el segundo gran misterio de la medicina que constato: a mí me había empezado todo del lado izquierdo y sólo poco a poco, por simpatía, había llegado a dolerme el otro. Pero la actividad del ATS debió efectuar alguna inversión de los polos magnéticos y, desde entonces, la derecha fue empeorando, mientras la izquierda pasaba más y más desapercibida.
Al final la razón se impuso: ni podía pasarme la vida cambiándome las molestias de un lado a otro, ni recibir un masaje cada dos días hasta que Dios me trasladara al Paraíso, donde no hay afecciones de ciática.
Volví a mis sillas inclinadas, a mis tobilleras, a mis electrodos, a mi radiónico botón de la autoestima y a una depresión que me alejaba de calles y de lugares de asueto y que me entregaba, inerme, a los vicios del café y de la televisión, de donde se me resentía más el seso.
Mi único descanso en estas pesimistas actividades me lo concedían los viajes a Madrid, donde la sequedad del clima y las caminatas por el Corte Inglés me aliviaban hasta casi parecer curado. Luego regresaba a mi húmeda provincia y todo volvía a empezar desde detrás de las orejas hasta los talones.


LOS EJEMPLOS

Hay familias comprensivas, buenas samaritanas, y familias prácticas, expeditivas. La mía veía mi decadencia ósea y, lejos de pasarme la mano por la cabeza e infundirme conformidad, se decantaba por los métodos quirúrgicos.
-Vete al médico. -me decía, todos los días, la familia al completo.
-¿A que me miren el duodeno esta vez?
-Alguno habrá que te crea que te duele la columna.
Y me citaban ejemplos. A un primo le habían empezado hormigueos en las manos y, antes de poder contar hasta mil, lo habían metido en el quirófano. Hernia discal arreglada. En la cerviz.
-Sí, pero estuvo mudo un mes y aún ahora le chirrían las cuerdas vocales.
-¿Y qué me dices de mengano?
A mengano le habían inyectado líquidos más o menos secretos entre las vértebras y juraba que se encontraba perfectamente ante el temor de que le repitieran el tratamiento. Y zutano, otro que tal, fue operado y jamás pudo volver a separarse de su faja. Por no decir nada de rumores sobre gente que había sido paraliticada por el uso abusivo del bisturí, o que salieron de la anestesia con un dolor de cabeza crónico o sin la posibilidad de volver a atarse los cordones nunca más.
-¡Cobarde! -me decía la familia.
-Pero ando. -respondía yo, pues mis lecturas me habían forjado una cierta prevención hacia los quirófanos.
Si algo ha perdido el mundo es aquella vieja compasión hacia los enfermos. Ahora la gente cree que uno lo está porque quiere, porque le da la gana. Incluso una prima médico encontraba singular placer en llamarme tonto.
-Verás: primero te metemos pentotal y ya vas ciego, como en un vuelo. Luego te dormimos del todo y, cuando te despiertas, sólo te duele la herida. Nada más. Eso sí: a veces hay que remover los intestinos para llegar a la hernia y, durante unos días, tienes como un runrún por dentro.
Mi voluntad, tan asediada por razonamientos que conducían a la mesa de operaciones, empezaba a vacilar. A veces me sorprendía pensando cosas como «después de todo» o «algo habrá que hacer tarde o temprano». O sea, que la posibilidad de que me abrieran en canal empezaba a parecerme tolerable, por más que me advirtiera el sentido común contra la efusión de mi propia sangre.


UN ANUNCIO

-Lee aquí. -ordenó mi reverendo padre, poniéndome un periódico ante los ojos.
-El presidente González se refirió a la pinza... Oye, que yo soy apolítico de los dos pies y ya tengo bastante con los telediarios.
-El anuncio, idiota.
La Fundación Kovacs comunicaba que atendería al gentío el próximo sábado.
-¿Y qué? -dije.
-Pues que vas a ir.
Órdenes son órdenes, pero quedaba un detalle de importancia:
-¿Y qué es la Fundación Kovacs?
Mi antepasado hace años que se convirtió en un agüista. Esto significa que cada temporada emigra hacia un balneario donde pasa las horas haciendo gárgaras e inhalaciones o dejándose chapuzar en lodo.
Entre una gárgara y otra, confraterniza con otros agüistas avanzados. Creo que entre ellos se cuentan las miserias de su salud septuagenaria y el modo que tiene el agua sulfurosa de limpiarles los intestinos. Un día confraternizó con un octogenario que se obstinaba en hacer flexiones del tronco hacia adelante para demostrar el buen estado de sus goznes.
-¿Todo eso con el barro? -dijo mi padre, admirado.
-Todo eso con Kovacs. Me creas o no, antes usaba bastón y temblaba sólo de pensar en recoger la dentadura del suelo.
Ya en la piscina termal, el octogenario siguió desarrollando el tema:
-Mírame la espalda, tú.
Y allí lo que había, si hay que creer a mi ancestro, era un grupo de grapas siguiendo un diseño radial.
-Me han grapado el nervio y me han quitado veinte años de encima. Pueden quedárselos. No me preguntes cómo funciona: me lo explicaron pero, por desgracia, no hay grapas para la memoria.
Periódicamente el octogenario en pleno se transportaba a Palma de Mallorca para ser grapado. Luego regresaba al balneario para hacer flexiones y matar de envidia a sus coetáneos.
-Tengo un hijo. -empezó mi padre.- El pobre es escritor.
-Vaya; sí que lo siento.
-Y, por si fuera poco, tiene la espalda hecha un cuatro.
-Grapas, por Dios, grapas. La Fundación Kovacs te lo rehabilitará y llegará a ser un hombre de provecho.
Y así fue como mi venerable antepasado me pidió hora y, después, me enseñó el anuncio. Me ponía frente a un «fetacomplí», por así decir, y ofrecía voluntaria mi espalda para cualquier cosa que decidieran los expertos clavar en ella.
-Bueno. -dije. Un hombre recio se crece en la adversidad siempre que no haya logrado esquivarla.- ¿Y son muy grandes las grapas? Quiero decir que, a lo mejor, llegan a la víscera.


ME KOVACSIZAN POR FIN

El astro rey, por así decir, había atrapado aquel día de julio y lo chamuscaba desde las tempranas horas del alba. El mediodía estaba a punto de deslizarse por la pendiente cuando aspiré una bocanada del sol tórrido e irrumpí en la sala de espera.
La visión de unas cuantas señoras, apaciblemente instaladas, me relajó. Si bandadas de mujeres eran capaces de esperar, sonrientes, a que las graparan, también yo me sentía seguro de soportarlo con una sonrisa.
Una señora con acento francés irradiaba confianza desde la mesa de despacho. Derramaba sonrisas sobre los damnificados y daba conversación a quien no la tenía por su cuenta. Luego supe que era la madre del actual doctor Kovacs, aquel niño que parecía que iba a entregar su vida a la música y que acabó librando a la humanidad de su columna vertebral.
Tras hacerme la ficha, me rogó que esperara con unas palabras que me hicieron reverdecer: «Aquí el enfermo es el rey y estamos con él el tiempo que necesita. Por eso a veces hay algún retraso.»
«¡Sopla!», me dije, ocupando la tercera silla de la derecha. «Estos no son médicos habituales», me añadí. Ya saben que es difícil hablar más de tres minutos con un médico, que no sea tu amigo personal, antes de que te de la receta correspondiente. «Sopla», repetí, para concretar mis pensamientos.
Muy pronto me recibió la doctora Nicole Mufraggi. Si la señora de Kovacs era una española con acento francés, doña Nicole era una francesa con acento español, rubia y condenadamente decidida a escuchar el relato de mis males.
-Pero antes le voy a explicar en qué consiste nuestro tratamiento.
Creo que volví a decirme «¡sopla!» o algo por el estilo. Aquella buena gente no sólo me concedía el tiempo necesario sino que se molestaba en explicar lo que iba a hacer conmigo, caso único en los anales de la medicina que conocía. Empecé a sentirme mejor.
En primer lugar, debía saber que aquella no iba a ser una sesión de acupuntura. La acupuntura, me dijo la doctora, llevaba miles de años funcionando, pero nada había podido demostrar que tuviera una base física. El doctor Kovacs, en cambio, tenía un isótopo radiactivo y lo había soltado en algunos pacientes, justo a cuatro milímetros bajo la piel, en puntos de baja resistencia eléctrica. Unas veces usaba tecnecio y otras talio, si saben a lo que me refiero. Luego observaba la «migración longilínea del isótopo» y, cosa curiosa, el condenado seguía siempre el mismo camino. Corría por los que, de momento, se habían bautizado como «canales K». Pero si el isótopo migratorio encontraba en su trayecto una grapa, el tío se daba la vuelta y se obstinaba en regresar al punto de origen.
Ahí estaba todo. La doctora Nicole, auxiliada por su experiencia y por cierto material quirúrgico, me iba a hacer una intervención neurorreflejoterápica tan pronto como yo le explicara cómo, cuánto y dónde me dolía.
Por aquel entonces yo ya había llegado a ese triste estadio en que se gana tiempo diciendo dónde no duele. No obstante, y por no aburrir, resumí: Desde la columna dorsal para abajo me dolía todo. Aun cuando tuviera el capricho de graparme con los ojos cerrados, era seguro que clavaría en un dolor u otro.
Pero respondí con temor: al tanto de los hábitos fijos de la profesión, sospechaba que me mandaría a hacer un TAC, tomografía axial computerizada, y un análisis de sangre. Como mínimo, porque no había llevado ni radiografías ni ninguna otra prueba más que mi palabra de honor.
Pero la doctora miró mi espalda, tal vez despidiendo rayos X franceses por los ojos, y se hizo cargo del campo de operaciones. Lo cierto es que puso sus dedos justo donde yo sabía que estaban los pinzamientos y les dio su merecido en versión neurorreflejoterápica.
Persiguió luego, a golpe de grapa, a mi huidizo nervio ciático, que serpenteaba y procuraba esconderse glúteo abajo. De nada le sirvió y bien pronto quedó neutralizado.
-¿Y duele? -preguntó mi padre cuando le conté la curación.
-Todo lo contrario: a cada nuevo pinchazo el dolor reculaba como cuando el domador chasca el látigo en las narices del león. A medida que me insertaba grapas, yo iba sintiendo unas irreprimibles ganas de cantar.
«Tralará», decía para mí mismo. «Tralará y tralará.»
Un optimismo cálido me corría por el espinazo y se paraba a estrechar la mano a cada vértebra, murmurándole palabras de ánimo. Porque yo había entrado cojo de los dos pies, dolorido de diez años, tenso y desesperado y, sólo doce minutos después, no sentía más dolor que la imposibilidad ética de ponerme a bailar en la consulta con el pantalón a medio muslo.
Sólo deseaba reír y dar vivas a las madres de todos mis coterráneos. Por primera vez en ciento veintisiete meses disfrutaba de un momento de ausencia de dolor y la alegría hacía que mi espíritu se expandiera por muchos de los metros cúbicos de mi entorno.
-Ahora -me advirtió la doctora, cogiéndome una oreja- viene la parte más dolorosa.
-Usted arránquela y no se preocupe. -animé. Habría entregado las dos contra la garantía de seguir así toda la vida.
Pero no se trataba más que de insertarme unos arponcillos quirúrgicos que completaban el tratamiento. Hasta entonces no había imaginado la verdadera utilidad de mis orejas: tienen puntos de reflejo de todas las piezas del organismo y para resistir los arponazos al enfermo le basta con apretar los dientes y mantener su cerebro a la altura de las circunstancias.
Así lo hice yo y me sentí curado del todo. Había entrado en la consulta con el gesto del hombre que sospecha ser una cucaracha y, gracias a un ligero claveteo, tenía la sensación de haberme separado de mi propio cuerpo y estar habitando -temporalmente- una nube de algodón.
La doctora Nicole, propietaria de una fuerte penetración psicológica, procuró refrigerar mis ánimos:
-Al principio -dijo- las mejoras no son permanentes. Va a tener días buenos y días malos. Pero dentro de cuatro o cinco sesiones dispondrá usted de una espalda nueva.
-La cuidaré como si fuera hija mía.
No supe entonces, ni sé ahora, cómo dar las gracias. Como quitándole importancia, me habían devuelto la parte cómoda de la vida, el placer de sentarme sin gemir, de levantarme sin mascullar, de acostarme sin gruñir y de despertarme con una canción en los labios.
Aquella misma tarde, caminé durante una hora sin sentir en los pies más que los zapatos. Luego nadé en el Mediterráneo como una foca monje y, por último, me senté sobre unas nalgas que no opusieron ningún obstáculo.
En consultas sucesivas seguí siendo kovacsizado con tan notable éxito que pronto se me permitió continuar haciendo gimnasia y ejercitar mis oxidados goznes. Y ahora, que soy capaz de sentarme sin dolor y me veo liberado de la aspirina y del «botón de la autoestima», paso mis días llamando a los amigos:
-Oye, ¿te duele la espalda?
Y si les duele, como es más que probable porque son muy brutos, les doy instrucciones para kovacsizarse cuanto antes. Ojalá alguien lo hubiera hecho conmigo diez años atrás, porque la felicidad es patrimonio del alma pero, también, de la columna vertebral.

La pregunta es: ¿Cuánto va de la medicina de hoy a la de ayer? Acaso no siguen la miseria del dolor y el dolor de la incompetencia?.


APÉNDICE MEDICAMENTOSO

Junto a la Medicina Oficial coexiste, algo ensimismada, la medicina alternativa. Un abogado me lo explicaba con la esperanza de que la luz, penetrando por la mollera, me iluminara el relleno:
-Pasa mucho. Por ejemplo, junto al Derecho Natural, que es el fetén, coexiste el Derecho Positivo, sobre el que se pueden decir cosas muy dudosas.
El caso “alternativo”, sin embargo, avanza. A medida que crecen los tiempos y nos alcanza el progreso, el mundo se va llenando de seres superiores que te curan por los pies, por las orejas, por el iris, por la oración secreta, por las piedras, por los olores y por el ajo y el limón. La vieja Roma, en su apogeo, debió hervir con semejantes gentes, como hervía con los leones usados para que no se desaprovecharan los cristianos.
-La diferencia –me dijo un alternativo muy devoto de los baños de bajo vientre- es que la Medicina Oficial se estudia en las facultades y tiende a fabricar funcionarios de la Seguridad Social. ¿Te dejarías abrir por un funcionario?
-¿Bata blanca o bata verde?
-Considera a Freud.
Lo consideré. Alguien me había dicho que usaba barbas de chivo y que era un fauno disfrazado.
-Freud –siguió mi amigo alternativo- no tenía más que un puñado de sueños neuróticos e histéricos, en su mayoría de mujeres. Y propensión. Así cogió el sexo, que antiguamente yacía entre las piernas hasta que sus servicios eran requeridos, y lo transportó a la cabeza. Malo si soñabas en escaleras, en ojos o en espadas. Pero las teorías de Freud sólo funcionan si estás reprimido.
Volví a considerar a Freud bajo la nueva luz: debió andar muy ligero de cascos, el hombre.
-Mira a Fleming.
Miré con cuidado. El doctor Fleming tiene estatuas y calles y es loado por todos los que se las han visto con el treponema o el estafilococo.
-Pues les robó a los elefantes la idea de la penicilina. Si hay una medicina alternativa es, sin duda, la que usan los elefantes (que son proboscídeos y no paquidermos)
-Mira a la Fundación Kovacs: Uno creería que grapar a un ser humano inocente era una de las más notables hazañas de la medicina alternativa. Pero Kovacs tiene un isótopo que corre siempre por los mismos caminos, los canales “K”. O sea, ha demostrado que la cosa es científica y es medicina aceptada. Pero a un señor que te quita las verrugas con sólo tocarlas le es muy difícil hacerse con un isótopo o siquiera con una molécula.
Eso, claro, no justifica a los que te diagnostican echándote las cartas o haciendo tu mapa astral. Pero algo hay. Puestos a mirar, como ordenaba mi amigo alternativo, eché un vistazo a Mesmer y su «magnetismo animal». Aquello era magia en su tiempo y hoy apenas si queda un médico que no sepa provocar trances hipnóticos o que no disculpe su variante moderna: la sofrología.
-Esto de la alternativa parece fácil. –me dije. El impulso creador despertaba y tocaba la corneta a mi oído. Como imaginación no falta, ¿y si me inventara una terapia para darles una lección a mis hernias discales? Porque esos monstruos de la naturaleza son muy inteligentes y apenas les cierras un camino para llevar el dolor al celebro, ya con analgésicos, ya con grapas, encuentran otro y se pasan el día engañando a las neuronas: «Te duele el dedo gordo», les dicen. Y allí no hay nada. «Te hormiguea la mano», pero la mano pasa cualquier reconocimiento. “Será un reflejo”, comenta el médico oficial, y empieza a rebuscarte en las transaminasas o en los eosinófilos, si saben ustedes a lo que me refiero.
Con sólo repasar el Refranero, uno se encuentra enseguida con los paños calientes. Cuando hay que decir alguna barbaridad a otro, por ejemplo, «no se le va con paños calientes». ¿Por qué? Porque sin ellos duele más. No digo ya cuando se investiga con objetivos científicos, aunque sintácticos. El varón, muy hombre, que exclama «¡No me vengas con paños calientes!», da a entender que es lo bastante viril como para soportar el dolor sin artificios y sin disimulos.
Toda una cultura del paño caliente se abrió ante mis intelectuales ojos. El paño caliente era la punta del iceberg: bajo su línea de flotación burbujeaban hirvientes bolsas de agua o de hielo, empastos y cataplasmas de mostaza y otros tósigos; pomadas con gomorresina de cápsico, o sea, la guindilla, parches con alcanfor y mentol; alcoholes de romero… Millones de horas de inteligencia humana dedicadas a calentar las zonas dolorosas del cuerpo
¿Qué tenían en común los inventos citados? El antiguo conocimiento de que las zonas dolorosas o inflamadas notaban alivio con el calor (o con el frío intenso). No pocas veces las inflamaciones bajaban, aunque no pocas a los reumáticos el agua de las compresas, de los «pañitos calientes» les perjudicaba los goznes.
Los remedios, atrapados por el uso de la perspicacia, confesaron tener algo más en común: No sólo su preparación era lenta y engorrosa sino que inducían el calor: no obligaban al organismo humano a generarlo por sí mismo. ¿Lo diré? Usaban calor falso, que desaparecía al retirar el paño.
-Un campo nuevo –le dije al vecino, partidario del gingsén y de las torrijas de vino y canela.-. El desafío para el intelecto curativo era sencillo: ¿Cómo inducir al cuerpo para que generara él mismo, aquí y acullá, un calor duradero y antiinflamatorio? Y más difícil todavía: sin tragar nada que pudiera ofender a las vísceras.
-Una buena bofetada –respondió el vecino, hombre práctico y observador- enciende la zona donde toca.
-Pero ofende, camarada vecino. Y, peor aún, duele.
Las exploraciones no llevaban a un callejón sin salida sino a la salida del callejón, que vislumbré mientras observaba un cepillo taraceado, patrimonio familiar durante los últimos ciento cincuenta años. Las cerdas eran rubias y, por su aspecto, hacía tiempo que perdieron todo su carbono catorce.
-¿Y si esto…? -me pregunté, consciente de que el celebro captaría el sobreentendido
Sin betún, me cepillé, ora aquí, ora allá, las partes accesibles de mi organismo. Un disco entraba y salía de su sitio en la zona dorsal, cloqueando, y mi intuición me advertía de que era el culpable de los dolores del calcáneo. El calcáneo es un hueso que todos olvidamos hasta que duele. Además, el disco díscolo, en su permanente trajín, tenía inflamado un tramo de la cinta del lomo derecho.
El pobre no resistió la acometida del cepillo y se retiró en desorden junto con la inflamación. La técnica usada no requiere tiempo para calentar paños ni para adherir cataplasmas: se coge el cepillo y se frota como quien intenta sacar brillo al cuero. La sangre, sorprendida, acude al lugar y, si hay inflamación, acaba con ella; la piel permanece roja varias horas pero a causa del calor natural, del calor generado por la propia personalidad.
-Ha nacido la «cepilloterapia». –dije. Naturalmente, para la posteridad. Esa posteridad que me erigiría monumentos y elevaría el estatus social del limpiabotas. No pasaría esta edad sin que se llenaran las calles y los hospitales de «limpias profilácticos» ni sin que los Chinos afirmaran que aquella técnica se conocía desde la Dinastía Ming, la de las porcelanas.
Un cepillado sobre las articulaciones mayores (tobillos, rodillas, caderas, hombros y codos), aliviaba y, de paso, provocaba picazón hasta el punto de formar ronchas: más de dos horas duraba el efecto benéfico y, si se aprovechaba la tumultuosidad de la sangre para untar con pomadas la articulación, el alivio era como la promesa de paro para los traumatólogos.
Si el cepillo caía sobre el cerviguillo, también con copia de picor, los nervios craneales recuperaban lozanía y los dolores de cabeza eran expulsados. Si, por el contrario, se frotaban las yemas de los dedos, ora en la mano izquierda, ora en la derecha, la inteligencia se henchía y al sen* le acometían ganas inmoderadas de trabajar. Si se aplicaba el remedio en torno a la articulación de la muñeca, se conseguían relajaciones superiores a las del diazepam.
Conserve la palabra, porque será la panacea del siglo: «Cepilloterapia», usos modernos del calor natural. Y es de suponer que será útil para vencer la frialdad de los órganos genésicos, aunque mis investigaciones no han llegado a tanto y se han quedado en el hecho cierto de que hace crecer pelo nuevo en las entradas: basta cepillárselas tres veces a la semana. No más.
-¿Por qué?
-Por si salta la piel, buen lector. Recordemos a Galeno: «si no es necesario, no despellejes, o sea, no desfoles.» La gente se vuelve desconfiada con la frente y la genitalia en carnes vivas.

*«sen» es palabra española, algo vieja, que equivale al “seny” famoso de Barcelona. Sentido. Sentido común.

Delantal, este muy serio, para que no todo sea burlar.

Doctos varones y ensayistas con puntería han querido averiguar qué es la sociedad, seguramente para manejarla sin riesgos graves de mordedura y reducir los limitados márgenes de la libertad humana, que cuanto más se invoca más invisible queda. Sólo un lugar en el «vasillo de la memoria».
De ideas sociales han salido herejías intelectuales basadas en que el hombre, cansado de vagar a solas por la tierra, inventó la sociedad como si fuera un contrato laboral. Un toma y daca.
Pero el hombre nunca ha vivido aislado. Jamás. La sociedad es el modo de vivir del hombre y forma parte, en gran medida, de la psicología de cada individuo que la vive, si el individuo se ha tomado la molestia de localizar su psicología. Pero en hombre en sí, Dios me perdone, es palabra, o sea, abstracción, literatura, capacidad y voluntad de expresarse.
El gran elemento unificador de la sociedad es lo consabido, lo que todos saben a la vez ‑sea verdadero o falso‑, lo que no hace falta explicar porque se reconoce como real. Si se prefiere de otra forma, lo consabido es el tópico activo, la idea cosificada y enquistada.
Consabido es, por ejemplo, la fe en la aspirina; el concepto de división de poderes; el miedo a la destrucción del planeta por el hombre; el sufragio universal; el ocio como distracción o la necesidad de matar el tiempo; que es la sociedad la que corrompe al individuo; que lo sexual es social; los derechos humanos normalmente no leídos por quien los invoca; que somos iguales ante la ley; el miedo al sufrimiento.
Se trata de ideas discutibles, que han sido discutidas con no pocas razones, pero que se dan por descontadas, que están ahí, como la necesidad de la publicidad, inamovibles, actuando sobre todos en silencio.
Hasta este siglo la Humanidad, las sociedades en que se agrupaba esa humanidad, disponía de unos consabidos, de unos tópicos que evolucionaban despacio, convirtiéndose en tradiciones a medida que se olvidaban sus orígenes. Cada actualidad ‑entonces y ahora‑ se considera la única posible y las ideas sobre el mundo que predominan en ella se sienten como inmutables.
En este siglo la publicidad ha alterado el discurrir lento de los tópicos y ha creado muchos, casi más de los asimilables, con el sólo propósito de vender o de dominar el mercado de la mente. Ha impuesto, por repetición, la idea del evolucionismo, de que el hombre desciende de los primates, como si fuera verdad probada y no teoría. Se ha procurado la acumulación de riquezas como éxito; la felicidad como amor correspondido sin ropa; la inteligencia como velocidad de reacción; la cultura como instrucción; el pueblo como sujeto con alma; el humor como chiste; la muerte como espectáculo; el pensamiento como independiente de la verdad, «cada uno tiene SU verdad»; la ambición como virtud; la mujer como reclamo; el arte como espectáculo y tantos otros consabidos donde es clamor una ausencia: la mayor parte de los hombres no saben lo que es un hombre o, al menos, no consiguen expresarlo ni existe una definición válida para todos. Bípedos implumes.
Nuestra sociedad, que es la que mejor conoce la anatomía, fisiología y biología del ser humano y la gloria de sus cromosomas y células madre, no da respuestas universales al para qué vivimos ni al qué somos: justo como las anteriores. Podemos definir exactamente cosas invisibles como el átomo o la democracia, pero no al hombre, ese conjunto de ansias y descomedimientos.
Pero lo que el hombre piensa de sí, de lo que es, constituye una parte fundamental, un motor poderoso de la sociedad en la que vive. El hombre de hoy se ve más material que espiritual, por ejemplo; menos contingente y mejor y más inteligente que los de otras épocas, sin destino sobrenatural pero con seguridad social, titular de libertades innatas en vez de ideales y, sobre todo, señor de una técnica que cree liberadora.
El hombre es tópico en un ochenta por cien; literatura, concepto temporal que se percibe conclusión definitiva, y donde la razón, lo racional, tiene cada vez menos peso específico sobre lo que se siente, o, en otras palabras, un ser enajenado que cree en cosas e ideas que no ha pensado, que le han pensado otros para llevarlo en una dirección, y que se ha despegado, a veces violentamente, de las tradiciones que fueron el hilo conductor de las sociedades antepasadas.
Lo consabido es fundamental para vivir y entender una época. Aún hablando el mismo idioma, se nos escapa, por ejemplo, el espíritu del Siglo de Oro, porque lo que aquellos españoles consabían ha desaparecido en buena medida, hasta el punto que aquellos y estos de hoy forman dos naciones distintas. No pensamos lo mismo de España, del hombre, de Dios, de la unidad de la fe o de la simple fe, del dolor, de la eternidad, del honor, de lo sexual, de la decencia, del poder y de su origen, de nuestro papel en el mundo, de lo que podemos y debemos aportar al conjunto de la humanidad.
Veamos una de las acepciones de la palabra Necesidad, en el siglo XVIII: «Philosóficamente se toma por la determinación de las causas, a obrar inevitablemente, como opuesta a la libertad y arbitrio.» Necesidad era lo opuesto a libertad, y eso ¿cómo se puede pensar en una sociedad que sobrevive económica y moralmente gracias a la continuada invención de nuevas necesidades que, en buena lógica, contribuyen a disminuir la libertad? Y a aumentar la ambición que, también en el Siglo XVIII era una «pasión desarreglada de conseguir honras, dignidades, hacienda y conveniencias.» Desarreglada.
Como uno de los grandes consabidos es lo que piensa el hombre de sí, lo que cree saber de su cuerpo y de su alma, de obrar bien y de obrar mal, este libro ha recogido los términos fisiológicos, anatómicos y patológicos de la Ilustración Española. Los ha tomado del primer diccionario de la Real Academia, o Diccionario de Autoridades, editado desde 1726 a 1739, aunque la natural inercia del lenguaje y de la sociedad provocan que la mayor parte de los conceptos pertenezcan más a la medicina del Barroco.
El lector actual no dudará al calificar de bárbara y salvaje aquella sociedad, seguramente de las más refinadas y productivas. Si el hombre de entonces pudiera vernos y leernos hoy, no sacaría mejores conclusiones al vernos pasar un escobillón por las arterias, pues hasta nuestros personajes ( los «famosos» en general) son tópicos que piensan lo mismo sobre lo mismo, sin ninguna inquietud en la búsqueda de la verdad.
Pese a prólogo tan serio, este es un libro para sonreír e incluso para sonreír y estremecerse. ¿Cómo es posible que el hombre supiera tan poco de sí mismo? Y no es así. Sabía que era un compuesto material y espiritual y que, como tal, tenía una parte animal a la que consideraba perecedera y mucho menos digna de atención que el alma inmortal. Sus deficiencias médicas son tan exageradas que mueven a la risa al lector de hoy, que se encuentra, por ejemplo, con que el «celebro» no hacía otra cosa que gotear flemas y humores hacia el resto del cuerpo, que la tiña se curaba arrancando en vivo el cuero cabelludo, o que la epilepsia consistía en una gota que caía sobre el corazón.
Pero aquella gente consabía más de lógica y gramática y retórica que nosotros; creía en cosas sólidas e inmutables; en suma, se sentía mucho más segura en su mundo que nosotros en el nuestro que, aún con la medicina actual, es mucho más mortífero con sus endémicos accidentes, sus guerras constantes y sus crímenes inacabables. Un día no muy lejano nuestra moderna medicina causará risa a los propios legos; nuestro reino del mal, en cambio, dará miedo. Así transit gloria mundi.
Este es un libro de humor donde se hace gracia con lo que entonces era ciencia. Es, además y circunstancialmente, un libro erudito, un centón y un aviso a navegantes: lo que hoy creemos verdad absoluta sobre nosotros y sobre nuestros cuerpos, será objeto de burla dentro de otros doscientos años, con el añadido de que nadie podrá achacarnos respeto hacia nuestras almas, convertidas, desde Freud, en un campo de batalla sexual y comercial, donde lo que menos importa es la verdad. Y la limpieza, que hoy se toma sólo por higiene y detergentes y reside en el supermercado.
Aquel mundo no creía en el progreso, pero progresaba. Este mundo cree en él y se hunde precisamente porque no se atreve a innovar sus ideas y vive, como un parásito, de las concepciones lejanas de la Revolución Francesa. Nuestros antepasados sabían muy bien lo que nosotros olvidamos: que el único camino para la libertad es el conocimiento. El conocimiento del mundo. Y el único mundo humano es la sociedad, que no sabemos todavía definir. Así es el progreso de la época.
Bien intelectual ha quedado.

(vaya a la segunda parte de la obra
, que contiene el diccionario de viejas palabras.)